Cuando nos fuimos a vivir juntos, lo primero
que entró en casa fue el sofá. Durante mucho tiempo, ocupó nuestro salón. La
familia y amigos que nos visitaban nos aconsejaban que compráramos un aparador,
cómoda, vitrina o estante. Les decía que no lo necesitábamos; nuestro sofá no
era solo un sitio donde sentarse porque en él: componía mis acordes de
guitarra, se acomodaban conmigo las musas, comíamos, a veces dormíamos la
siesta tras masajearnos mutuamente los pies y, más de una noche, mientras la
luna se asomaba curiosa, a través de los cristales del ventanal, mi chico y yo
nos acariciábamos, nos besábamos y después nos devorábamos de placer.
También en mi sofá lloré sin él.
Cada mañana lo cepillaba y acomodaba los cojines. Me quedaba
embobada mirándolo y cómo si pudiera oírme o tuviera vida propia, le decía:
—¡Has sido la mejor inversión de mi vida!
Antes de salir de casa, lo miraba embobada y cuando llegaba
a mi hogar le sonreía antes de sentarme porque sabía que me acogería con su confortable
diseño y me sentiría como un bebé entre algodones. No creo que otro mueble vaya
a sustituirle, le seré fiel hasta el fin de mis días.
Lola González del Castillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario